Cuento: El Lobo y Caperucita - Isaac Hernández


Había una vez una niña que vivía en el bosque con su mamá. Tenía unos ojos penetrantes como la noche misma, y una nariz tan respingona que se creía podía oler las flores desde largas distancias; también se contaba que su humor era tan volátil como su apetito, pero, por algún motivo, siempre conseguía agradarle a la gente. 

Cuando cumplió doce años de edad, su madre le entregó un regalo; un envío de parte de su abuelita: una caperuza roja, como sus flores favoritas. Desde ese día, todos la llamaron Caperucita Roja.

Al tiempo de recibir su regalo, la abuela caería enferma. Así que la madre llamaría a Caperucita para decirle:

-Escucha, tu abuela está muy enferma. Necesito que le envíes esta olla de sopa y su medicina; tienes que llegar lo más pronto posible, o la sopa se va a enfriar; pero por sobre todo, no te desvíes del camino ni hables con desconocidos. ¿Te queda claro?

-Totalmente, madre.- Y guardando la olla y la medicina en una cesta, se retiró.

La niña avanzó por la arboleda lo más rápido que pudo. Estaba dispuesta a obedecer a su madre hasta en el último detalle, pero un olor muy familiar puso a prueba su lealtad... rosas. A unos metros a su izquierda se encontraba uno de los claros del bosque, donde también crecía su rosal favorito. Por un instante se convenció de que su encargo estaba primero, pero luego lo pensó, y lo pensó, y lo pensó, hasta que finalmente decidió llevarse algunas para el camino. Solo algunas. Mamá no se enojaría.

Se acercó al rosal a toda prisa y, dejando el cesto a un lado, arrancó cuantas rosas le cupieran en la mano, hasta que, de pronto, ¡ping! se pinchó un dedo con una espina. La niña se mordería el labio para contener el grito, después se revisó la herida y se limpió el dedo con la capa. Fue cuando un crujido a sus espaldas la puso en alerta, así como un molesto olor a pelo mojado y transpiración. Dio la vuelta. Ahí mismo se encontró a un enorme lobo de ojos tan brillantes como sus dientes.

-¡Qué aroma tan dulce! ¿No te parece, niñita?- Dijo este mientras su hocico se ensalivaba. -No tanto como esas flores, pero no deja de tener su gracia.

-Disculpe, señor- le advirtió la muchacha-, pero creo que llega en un mal momento. Yo me estoy retirando. Con permiso.

-¡Espera, espera!- La detuvo el animal. -¿Eso que huelo es sopa? No sabes cuánto adoro la sopa. ¿Y para quién va ese rico encargo?

-Con el debido respeto, ese no es asunto suyo.- Le respondió ella, disparando una aguda mirada como advertencia.

-¡Está bien, está bien! Solo era curiosidad.

Caperucita recogió su cesta, guardó en ella las rosas y se alejó de ahí en seguida.

-¿Eres la nieta de la anciana del bosque?- Le preguntó el lobo antes de que se fuera. -Debí suponerlo. Eres igual a ella. ¿Sabía que somos viejos amigos? Creí que ya te habría contado de mí.

Caperucita se detuvo.

-Cuando la veas, -prosiguió el lobo- dile que su compadre el lobo le manda saludos.

Caperucita no respondió. En vez de eso, reanudó su marcha, pero el lobo insistió.

-Conozco un atajo, si te interesa. Lo usábamos con tu abuela cuando nos íbamos de juerga.- Y ahora sí que tuvo la atención de la niña. -¿Ves esos sendero de allá? Esos, el de las agujas y el de los alfileres. Cualquiera lleva directo a la casa. Toma uno y verás lo rápido que entregas esa sopa.

Caperucita accedió. Tomó el camino de las agujas y partió a casa de la abuela. El lobo, por su parte, tomó el camino de los alfileres, el cual llevaba más rápido a la casa. Cuando llegó ahí, llamaría a la puerta; la abuela preguntó:

-¿Quién llama?

-Abuelita, soy yo, Caperucita.- Dijo el lobo, con la voz fingida.

-Tira la tarabilla y se abrirá la trampilla.

Así lo hizo, y una vez adentro, se lanzó hacia la cama de la abuela y ¡swamp! la devoró. Luego se puso su camisón, se metió entre las sábanas y esperó a Caperucita.

La niña llegaría poco después, y al igual que el lobo tocó la puerta.

-¿Quién llama?- Preguntó el lobo, con voz fingida.

-Abuelita, soy yo, Caperucita.

-Tira la tarabilla y se abrirá la trampilla.

Así lo hizo, pero en cuanto cruzó ese umbral percibió que algo andaba mal. El interior olía a sangre fresca... sangre humana... junto con pelo mojado y transpiración.

Los ojos de la niña se afilaron de ira.

-¿Hermosa mía- Resonó una voz desde la cama. -Por favor, pasa, que aquí estoy.

-Mamá te envió esta sopa.- Dijo la niña con un tono frío. -Sopa y medicina.

-¿De verdad? ¡Qué amable de su parte! Déjala sobre la cómoda, que después me la serviré.

-Entendido.

Caperucita dejó el cesto en la mesa, y luego se acercó a la cama sin dejar de mirar al lobo.

-¿Todo bien, cariñito mío? Te noto un poco malhumorada.

-Estoy bien, abuelita. Es solo que... no lo sé, te ves un poco extraña.

-¿Extraña, yo? ¿Pero qué te hace pensar eso?

Caperucita miró al lobo con mayor recelo. Lentamente puso las palmas sobre las sábanas y se inclinó hacia el rostro del animal.

-Para empezar, tus ojos. Tus ojos son tan... grandes. ¿Desde cuándo que los tienes así?

-Pues... es que son... son para verte mejor, cariñito mío.

-Ajá... Y-Y esas orejas.- Prosiguió la niña. -De verdad, qué orejas tan grandes tienes.

El lobo sacudió las orejas y arrugó la nariz, alerta.

-Son para escucharte mejor, cariñito mío.

Caperucita frunció el ceño, se acercó todavía más al lobo con un brillo en los ojos cargado de deseo.

-Y esos dientes...- Gruñó esta, enseñando al animal una fila de agudos colmillos. -Tan... grandes... ¡dientes!

De repente, la niña se convirtió en una gran loba y lanzó sus colmillos contra el cuello de su presa. Este aulló de dolor, pero de un zarpazo a la oreja de Caperucita logró quitársela de encima. Caperucita regresó a la carga con otro mordisco, cosa que el lobo bloqueó con la quijada, además de las garras. La loba también se vería obligada a sacudir sus zarpas contra su enemigo.

La batalla duró todo el día y toda la noche. Ambos se revolcaron en la cama hasta hacerla pedazos, se mordieron, se acuchillaron, se ladraron con violencia; choques y sangre se esparcieron por la habitación, tiñendo el piso y las sábanas de carmín, hasta que ambos cayeron rendidos, mutilados hasta la conciencia.

Al amanecer, el lobo y Caperucita intercambiaron miradas; el odio se reencendió en la loba. Luego de eso, como si de un traje se tratara, se arrancaron el pelaje de la piel, dejando salir la figura de un hombre de espesa barba y cabello ondulado, y de una mujer de roja cabellera. Su piel desnuda había dejado de sangrar; es más, ya no tenía ningún rasguño.

Debo reconocer que me sorprendiste, pequeña.- Dijo el lobo. -Nunca imaginé que bajo esa capa existiese tanta brutalidad.

-Tú mataste a mi abuela, basura...- Carraspeó ella. -¿Creíste que no me daría cuenta?

-¡¿De verdad?!- Se exaltó el lobo. -Pues imagino que después de esto ya estarás satisfecha.

-No.- A lo que nuevamente sacó sus colmillos.

-¡Je! Qué dientes tan grandes tienes.

-¡Son para comerte mejor, cariñito mío!- Y abalanzándose sobre el lobo, lo devoró.


Autor: Isaac Hernández.

Nota: Para la profe Lyon; de esas versiones modernas dignas de Ángela Carter. Gracias por ese libro.


Comments

Popular Posts